La problemática surgida en Honduras en las últimas semanas, a raíz de la destitución, para unos y expulsión del país para otros del Presidente Constitucional Manuel Zelaya, elegido en 2006 y cuyo mandato está (estaba) próximo a expirar no hace sino avivar el grave y acuciante problema de radicalización izquierdista que América latina está viviendo en la actualidad.
Y es que el sur del continente americano ha sido, desde siempre, terreno abonado para los cambios políticos sucedidos casi habitualmente de manera traumática y en la mayoría de los casos, a golpe de pronunciamiento, golpe militar y derrocamiento del Gobierno más o menos legítimo, con el consiguiente y habitual, sufrimiento de la población y empobrecimiento general del país.
Argentina y Chile son dos “buenos ejemplos” de ello.
Durante décadas, las Constituciones iberoamericanas se han proclamado con júbilo y convertido en papel mojado casi a la misma velocidad que cada país cambiaba, de una u otra forma, de Gobierno, ora golpista, ora de manera más o menos democrática, de manera tal que, sirvan, a modo de ejemplo, los casos de países como Ecuador, que ha tenido 20 Constituciones desde su independencia en 1822 y la República Dominicana nada menos que 31 desde la suya, en 1844. Casi nada.
En ocasiones, el motivo del afán renovador de los gobernantes era el de “romper definitivamente con el pasado”, pero, en la mayoría de los casos, la verdadera intención de quién proponía la modificación Constitucional, era la de prolongar su mandato. Así de simple.
Y así llegamos a nuestros días, en los cuales dirigentes de marcado carácter izquierdista, revolucionario, socialista y no se que cuantas etiquetas distintivas más se han propuesto extender sus ideales por todo el sur del continente, para lo cual, “como primera providencia” necesitan tiempo, y es precisamente el tiempo el que, con Constituciones que limitan sus mandatos, supone el primer y más grande escollo con el que se encuentran los modernos salvapatrias iberoamericanos.
¿Cómo sortear ese problema?, pues muy fácil, eliminando las limitaciones que cada texto constitucional propone precisamente para restringir la duración de los mandatos de quienes, arrogados por gracia divina de la posesión de la verdad y la razón, asumen el “deber” de “apechugar” con la pesada carga de salvar al país de males, imperialismos y monstruos venidos ex profeso desde más allá del non plus ultra con el avieso propósito de atacar la sacrosanta soberanía del país.
El primer error, de bulto, que cometen estos césares de tres al cuarto es el de ignorar que, los redactores de la Constitución que pretenden violar, precisamente incluyeron periodos de mandato limitados e improrrogables para salvar al país de gente como ellos y sus mayorías circunstanciales, tan habituales en países que, mal que nos pese, se encuentran en vías de desarrollo.
El caldo de cultivo de las ideologías que pretenden imponer se lleva “cocinando” durante décadas, apoyado en tristes realidades tales como la pobreza, el bajo nivel cultural y económico de una parte importante de la población y en axiomas tan repetidos como dudosos, en los cuales, el culpable de todos los males es el demonio, encarnado en la tierra y gentes del vecino del norte (Estados Unidos), chivo expiatorio de todos los problemas de Latinoamérica que, si bien tampoco se encuentra rodeado de un aura de santidad, todo hay que decirlo, le viene de perlas al gobernante de turno para encontrar una víctima propicia a quién echar la culpa, en no pocos casos, de la ineficacia y corrupción del Gobierno que encabeza y de la práctica totalidad del aparato estatal, capaz, como en los casos de Argentina y Venezuela, de transformar una país inmensamente rico en un desastre económico y social del que, no nos equivoquemos, los culpables son sus sucesivos gobernantes.
Políticas sociales que no son tales se anuncian además bajo el (innecesario) apelativo de revolucionarias, de tanto agrado por esos pagos, erigiéndose como soluciones mágico-divinas, emanadas de testas “autocoronadas” capaces únicamente de crear ilusión y esperanza en pueblos deseosos de abandonar la pobreza y poder llevar una existencia digna, al estilo de los países del “primer mundo” dónde, precisamente, este tipo de políticas son paulatinamente abandonadas una vez experimentadas en el convencimiento de que, a largo plazo, no son más que una ilusión insostenible, perfecta para crear o agrandar fracturas sociales y sólo beneficiosa para quienes, bajo su amparo, puedan situarse en posición de acaparar el mayor porcentaje de “beneficio social” de que sean capaces. Cada uno que saque sus propias conclusiones.
Llegados al caso hondureño, el esquema se repite. Los artículos 239 y 240 de su Constitución de 1982 prohíben expresamente ser Presidente a quién haya desempeñado la titularidad del Poder Ejecutivo, con lo cual, es evidente el veto a la reelección.
El depuesto Presidente Zelaya, en un acto, a mi entender claramente inconstitucional, pretendía modificar la Constitución para continuar en el poder y la formula para llevarlo a cabo era la de proponer al pueblo hondureño una “consulta popular” que diese a su decisión de reformar la Constitución una pátina de legitimidad apoyada en esos actos de democracia directa y populista que tanto agradan a los demócratas con ínfulas dictatoriales. Obvió Zelaya que dicho acto (el de convocar una consulta popular) era también ilegal, puesto que, recientemente el parlamento ha aprobado una Ley para prohibir cualquier tipo de consulta 180 días antes de de unas elecciones, lo cual da una idea de lo que este parlamento confiaba en las intenciones del Presidente, cosa nada sorprendente dada la errática y extraña forma de gobernar de Zelaya que concurrió a las urnas por el Partido Liberal (de centro derecha) y que ha llevado a cabo, después, una política de izquierdas al más puro estilo de su aliado y amigo Hugo Chávez.
Así las cosas, el Presidente Zelaya, una vez le fue reiterada la prohibición de realizar la “consulta popular”, por parte del Tribunal Supremo Electoral del país, que entendía que tal “consulta popular” no era sino un eufemismo bajo el que se escondía un verdadero referéndum, decidió continuar adelante con su plan, de manera esperpéntica llegando incluso a destituir al Jefe del Ejército por incumplir su orden (ilegal) de repartir las urnas que debían servir para la “consulta”.
Ésta fue, prácticamente, la gota que colmó el vaso. Zelaya, empecinado ya en su disparatada empresa, enfrentado no sólo al Congreso, Corte Suprema y Ejército, sino además a su propio partido, fue arrestado el 28 de junio de 2009 y trasladado por la fuerza a Costa Rica.
En un acto de exquisita constitucionalidad, para acallar a quienes, no obstante no han dudado en calificar el arresto y expulsión del país del depuesto Presidente de “golpe de Estado”, tal y como prescribe el Art. 242 de la Constitución hondureña de 1982, el Presidente del Congreso, a la sazón, Roberto Micheletti ha sido designado Presidente Interino hasta la celebración de las elecciones, previstas para el 29 de noviembre.
De aquí en adelante, sólo nos resta que el tiempo juzgue lo provechoso o no de tan ingratas actuaciones, llevadas a cabo, no quepa duda, por razones de fuerza mayor, en evitación de males indudablemente mayores, dado que, caso de haberse celebrado la “consulta” el recuento sería llevado a cabo por el Instituto Nacional de Estadísticas (equivalente a nuestro CIS y organismo dependiente del Presidente) y, según la oposición, más que probablemente falseado.
Una vez los resultados hubiesen dado la razón a Zelaya, la maquinaria ya estaría circulando “cuesta abajo”, arrollando con su dudosa legitimidad toda la legalidad vigente para conseguir un megalómano fin, que tornase al Presidente de Honduras en un “César” al estilo de los cubanos, venezolanos, ecuatorianos, colombianos, peruanos, dominicanos, guatemaltecos y tantos otros.
Sea como fuere, el motivo de mi satisfacción es que, al menos en esta ocasión, una Constitución democrática, aunque joven (1982), surgida tras la “lucha política” contra los militares tras décadas de dictadura (años 50, 60 y 70) ha sabido ser defendida utilizando sus propios recursos, apoyada en un Ejército que, lejos de conservar el mando tras ser depuesto el Presidente, lo han entregado a quienes, de manera constitucionalmente legítima, debían hacerlo, manteniendo así el orden constitucional y, con él, la paz, lo cual, sin duda, ha evitado un posible derramamiento de sangre e incluso una guerra civil.
Así ha sido por ahora y así espero que siga siendo.
Y es que el sur del continente americano ha sido, desde siempre, terreno abonado para los cambios políticos sucedidos casi habitualmente de manera traumática y en la mayoría de los casos, a golpe de pronunciamiento, golpe militar y derrocamiento del Gobierno más o menos legítimo, con el consiguiente y habitual, sufrimiento de la población y empobrecimiento general del país.
Argentina y Chile son dos “buenos ejemplos” de ello.
Durante décadas, las Constituciones iberoamericanas se han proclamado con júbilo y convertido en papel mojado casi a la misma velocidad que cada país cambiaba, de una u otra forma, de Gobierno, ora golpista, ora de manera más o menos democrática, de manera tal que, sirvan, a modo de ejemplo, los casos de países como Ecuador, que ha tenido 20 Constituciones desde su independencia en 1822 y la República Dominicana nada menos que 31 desde la suya, en 1844. Casi nada.
En ocasiones, el motivo del afán renovador de los gobernantes era el de “romper definitivamente con el pasado”, pero, en la mayoría de los casos, la verdadera intención de quién proponía la modificación Constitucional, era la de prolongar su mandato. Así de simple.
Y así llegamos a nuestros días, en los cuales dirigentes de marcado carácter izquierdista, revolucionario, socialista y no se que cuantas etiquetas distintivas más se han propuesto extender sus ideales por todo el sur del continente, para lo cual, “como primera providencia” necesitan tiempo, y es precisamente el tiempo el que, con Constituciones que limitan sus mandatos, supone el primer y más grande escollo con el que se encuentran los modernos salvapatrias iberoamericanos.
¿Cómo sortear ese problema?, pues muy fácil, eliminando las limitaciones que cada texto constitucional propone precisamente para restringir la duración de los mandatos de quienes, arrogados por gracia divina de la posesión de la verdad y la razón, asumen el “deber” de “apechugar” con la pesada carga de salvar al país de males, imperialismos y monstruos venidos ex profeso desde más allá del non plus ultra con el avieso propósito de atacar la sacrosanta soberanía del país.
El primer error, de bulto, que cometen estos césares de tres al cuarto es el de ignorar que, los redactores de la Constitución que pretenden violar, precisamente incluyeron periodos de mandato limitados e improrrogables para salvar al país de gente como ellos y sus mayorías circunstanciales, tan habituales en países que, mal que nos pese, se encuentran en vías de desarrollo.
El caldo de cultivo de las ideologías que pretenden imponer se lleva “cocinando” durante décadas, apoyado en tristes realidades tales como la pobreza, el bajo nivel cultural y económico de una parte importante de la población y en axiomas tan repetidos como dudosos, en los cuales, el culpable de todos los males es el demonio, encarnado en la tierra y gentes del vecino del norte (Estados Unidos), chivo expiatorio de todos los problemas de Latinoamérica que, si bien tampoco se encuentra rodeado de un aura de santidad, todo hay que decirlo, le viene de perlas al gobernante de turno para encontrar una víctima propicia a quién echar la culpa, en no pocos casos, de la ineficacia y corrupción del Gobierno que encabeza y de la práctica totalidad del aparato estatal, capaz, como en los casos de Argentina y Venezuela, de transformar una país inmensamente rico en un desastre económico y social del que, no nos equivoquemos, los culpables son sus sucesivos gobernantes.
Políticas sociales que no son tales se anuncian además bajo el (innecesario) apelativo de revolucionarias, de tanto agrado por esos pagos, erigiéndose como soluciones mágico-divinas, emanadas de testas “autocoronadas” capaces únicamente de crear ilusión y esperanza en pueblos deseosos de abandonar la pobreza y poder llevar una existencia digna, al estilo de los países del “primer mundo” dónde, precisamente, este tipo de políticas son paulatinamente abandonadas una vez experimentadas en el convencimiento de que, a largo plazo, no son más que una ilusión insostenible, perfecta para crear o agrandar fracturas sociales y sólo beneficiosa para quienes, bajo su amparo, puedan situarse en posición de acaparar el mayor porcentaje de “beneficio social” de que sean capaces. Cada uno que saque sus propias conclusiones.
Llegados al caso hondureño, el esquema se repite. Los artículos 239 y 240 de su Constitución de 1982 prohíben expresamente ser Presidente a quién haya desempeñado la titularidad del Poder Ejecutivo, con lo cual, es evidente el veto a la reelección.
El depuesto Presidente Zelaya, en un acto, a mi entender claramente inconstitucional, pretendía modificar la Constitución para continuar en el poder y la formula para llevarlo a cabo era la de proponer al pueblo hondureño una “consulta popular” que diese a su decisión de reformar la Constitución una pátina de legitimidad apoyada en esos actos de democracia directa y populista que tanto agradan a los demócratas con ínfulas dictatoriales. Obvió Zelaya que dicho acto (el de convocar una consulta popular) era también ilegal, puesto que, recientemente el parlamento ha aprobado una Ley para prohibir cualquier tipo de consulta 180 días antes de de unas elecciones, lo cual da una idea de lo que este parlamento confiaba en las intenciones del Presidente, cosa nada sorprendente dada la errática y extraña forma de gobernar de Zelaya que concurrió a las urnas por el Partido Liberal (de centro derecha) y que ha llevado a cabo, después, una política de izquierdas al más puro estilo de su aliado y amigo Hugo Chávez.
Así las cosas, el Presidente Zelaya, una vez le fue reiterada la prohibición de realizar la “consulta popular”, por parte del Tribunal Supremo Electoral del país, que entendía que tal “consulta popular” no era sino un eufemismo bajo el que se escondía un verdadero referéndum, decidió continuar adelante con su plan, de manera esperpéntica llegando incluso a destituir al Jefe del Ejército por incumplir su orden (ilegal) de repartir las urnas que debían servir para la “consulta”.
Ésta fue, prácticamente, la gota que colmó el vaso. Zelaya, empecinado ya en su disparatada empresa, enfrentado no sólo al Congreso, Corte Suprema y Ejército, sino además a su propio partido, fue arrestado el 28 de junio de 2009 y trasladado por la fuerza a Costa Rica.
En un acto de exquisita constitucionalidad, para acallar a quienes, no obstante no han dudado en calificar el arresto y expulsión del país del depuesto Presidente de “golpe de Estado”, tal y como prescribe el Art. 242 de la Constitución hondureña de 1982, el Presidente del Congreso, a la sazón, Roberto Micheletti ha sido designado Presidente Interino hasta la celebración de las elecciones, previstas para el 29 de noviembre.
De aquí en adelante, sólo nos resta que el tiempo juzgue lo provechoso o no de tan ingratas actuaciones, llevadas a cabo, no quepa duda, por razones de fuerza mayor, en evitación de males indudablemente mayores, dado que, caso de haberse celebrado la “consulta” el recuento sería llevado a cabo por el Instituto Nacional de Estadísticas (equivalente a nuestro CIS y organismo dependiente del Presidente) y, según la oposición, más que probablemente falseado.
Una vez los resultados hubiesen dado la razón a Zelaya, la maquinaria ya estaría circulando “cuesta abajo”, arrollando con su dudosa legitimidad toda la legalidad vigente para conseguir un megalómano fin, que tornase al Presidente de Honduras en un “César” al estilo de los cubanos, venezolanos, ecuatorianos, colombianos, peruanos, dominicanos, guatemaltecos y tantos otros.
Sea como fuere, el motivo de mi satisfacción es que, al menos en esta ocasión, una Constitución democrática, aunque joven (1982), surgida tras la “lucha política” contra los militares tras décadas de dictadura (años 50, 60 y 70) ha sabido ser defendida utilizando sus propios recursos, apoyada en un Ejército que, lejos de conservar el mando tras ser depuesto el Presidente, lo han entregado a quienes, de manera constitucionalmente legítima, debían hacerlo, manteniendo así el orden constitucional y, con él, la paz, lo cual, sin duda, ha evitado un posible derramamiento de sangre e incluso una guerra civil.
Así ha sido por ahora y así espero que siga siendo.
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